Ramón Chao - Mi piel vale un dineral

LA INAUDITA HISTORIA DE UNOS TATUAJES por RAMÓN CHAO

El primer tatuaje me lo estamparon en Colombia, cuando la gira de Mano Negra en el « Expreso del hielo » por este pais suramericano. Por si no lo saben, fue hacia 1992 y se trataba recorrer el trayecto Bogotá-Santa Marta-Bogotá por el (no tan imaginario) territorio del Macondo de Gabriel García Márquez, ofreciendo espectáculos en un tren de los de antes, recompuesto con mil piezas diferentes, con locomotora de vapor y chimenea humeante, cuya velocidad nunca sobrepasó los quince kilómetros por hora… Yo fui con ellos porque tenía miedo. Estaba previsto que mis dos hijos, Antoine y Manu, miembros entonces del grupo musical « Mano Negra », viajaran en ese tren todavía inexistente, por raíles herrumbrosos y circulando entre dudosas guerrillas ; que atravesaran el Bajo Magdalena, una de las zonas menos recomendables del planeta, disputada por paramilitares, narcotraficantes, secuestradores y asesinos (a menos que todos sean lo mismo). Tenía miedo, repito ; raptos, rehenes, matanzas y venganzas se multiplicaban ; Antoine y Manu allí, dando la cara, y yo en París tan campante (es un decir), yendo y viniendo a exposiciones, teatros y bibliotecas. Resolví irme con ellos. Además de bandas musicales, wagón de exposiciones y números de circo, el tren llevaba un salón de tatoo, a cargo del belga Dany. Como yo deseaba que el periplo fuera un éxito, decidí participar en todas sus actividades, por ejemplo : meterme en una piel de oso asfixiante. Y tatuarme, aprovechando una ausencia de Manu. Pero alguien se chivó y mi hijo vino a verme : “Papá, no se te puede dejar solo”. Pero ya no hubo dios que me borrara el logo de « Mano Negra », una palma de este color sobre una estrella roja. Con sólo un tatuaje viví hasta que tres años después conocí al escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (de quien se acaba de cumplir, el pasado 1° de julio, el centenario de su nacimiento). Con el director de cine José María Berzosa, lo entrevistamos en su apartamento de Madrid durante cuatro días (veinte horas útiles) para unos programas de la Televisión francesa. Yo escribía entonces en el diario Le Monde, y cuando el novelista uruguayo se encontraba “en la cumbre de la metamorfosis” como decía el barbero de mi pueblo (entre la vida y la muerte), mis jefes literarios me pidieron que fuera preparando su obituario. Lo escribí, pero no podía entregarlo sin que Onetti me diera el visto bueno. Fui a verlo a Madrid. No dejó que se lo leyera : “Lo que escribas tú lo habré vivido yo”, me dijo. ¿Podría entonces firmarlo : “Ramón Chao, con la aprobación del finado”? Por parte de Onetti no hubo ningún inconveniente, pero los del periódico no tenían un sentido del humor tan macabro. Me olvidaba : lo único que le pregunté aquel día fue la banalidad de que si temía a la muerte. “No chico, porque sé que cuando quiera llamo a mis personajes, a Larsen, a Angélica, a Brausen y aquí se presentan para irse conmigo al otro mundo”. Entonces me dije que iba a superar a Onetti. Yo no tendría que llamar a mis personajes, que a lo peor ni tiempo me daba, sino que les llevaría conmigo. Por cada libro que escribiera – incluso con efecto retroactivo - me haría tatuar con temas alusivos a la obra, por grandes artistas del momento y firmados : Antonio Saura, Wozniak, y ahora mismo Miquel Barceló me està preparando el próximo. Me han hecho tatuajes en Colombia, París, Vigo, Compostela, Santander y Barcelona. Los últimos, y la mayoría, son obra del italiano Mario, instalado en Palma de Mallorca. Bien conocida es la técnica del tatuaje. Yo le doy al tatuador una copia del dibujo original, que él calca en un papel transparente y luego me lo plasma en la piel. Viene al fin la aguja eléctrica, que obliga a contener la respiración y pensar en otra cosa para no echarse a correr. En mi caso es tanto más complicado (o yo inconsciente), pues tengo una afección de vitíligo ; basta con verme las manos o la cara. Por lo tanto, mi piel vale una millonada. Si un día pensé ofrecer mi cuerpo a la ciencia, de seguir así preferiré donarlo a un Instituto de Bellas Artes.